En la primavera de 1926 un grupo de carteros conversaban sobre la Semana Santa, mientras esperaban el correo procedente de Madrid, en la conversación les surgió la idea de fundar una cofradía. Días más tarde, Eduardo Cebrero contagió el entusiasmo del grupo de carteros a Francisco Palma García, quien expuso su parecer sobre la advocación de la imagen de la nueva cofradía, la Piedad, y quien posteriormente realizaría el grupo escultórico de “María Santísima de la Piedad”.
Francisco Palma presentó una maqueta en barro policromado que tenía algunas ciertas diferencias con la talla final; incluso desarrolla un boceto en el que se aparta aún más del original en relación con la postura de la cabeza del Yacente. En aquel boceto de terracota, la Virgen aparece más rejuvenecida y el tratamiento de las telas del tocado presenta más detallismo en el juego de los pliegues que se ondulan según la fuerza del viento. Con todo, Palma conceptualiza la depuración de cualquier detalle que aparte del espectador del momento; todo es sentimiento de dolor y soledad de una Madre que contempla el cuerpo inerme de su Hijo.
El cuerpo de Jesús se interpreta de modo clásico, aun desplomado conserva su elegancia y se nos muestra arqueado por el efecto de la gravedad de un desplome sinuoso y con un tratamiento muy notorio en el cuidado de su anatomía.
Las concomitancias formales con la obra de Mena son palmarias; no hemos de olvidar su clara y manifiesta admiración por toda la producción del inmortal granadino y, sobre todo, con el inmortal crucificado que tallara para la sala de profundis del cenobio de Santo Domingo y que se convirtió en un verdadero estandarte de la imaginería andaluza de todos los tiempos. Estos guiños hacia Mena los podemos comprobar en el tratamiento del paño de pureza mediante una cuerda que deja completamente al desnudo la cadera izquierda; del mismo modo, el rostro de María lo resuelve mediante el manto y la toca que lo enmarcan, ajustando los contornos de sus perfiles.
El rostro de María es un verdadero tratado de la iconografía procesional mariana: mandíbula desarrollada, pronunciado mentón, ojos rasgados y secos por el sufrimiento, entre otras.
Es un dolor silente, sin alardes declamatorios es la pauta emotiva que impregna toda la obra; la presencia del paño hebreo que le cae por el pecho de la Señora es el único detalle historicista de toda la escena, sobre todo para contextualizarla en un momento concreto.
En su composición, destaca la rotundidez para cumplir con la función de vértice de las líneas de tensión del espectador en una impecable y cuidadísima conceptualización de una pirámide ascendente. Sin embargo, las visiones laterales del conjunto enriquecen de un modo destacado los puntos de vista. La imagen de la Virgen se posa sobre el cuerpo del Hijo como el pelícano eucarístico que da de beber su propia sangre a sus crías, contemplando la escena con infinita ternura y que contiene de un modo excepcional el manantial de llanto que asoma a sus ojos y el lamento desgarrado de unos labios que se aprietan por su infinita pena.